Resistencias, desde la sangre y la clase

22.08.2012 14:59

 

La coincidencia del episodio golpista en Paraguay, con una estadía en nuestra cercana y lejana Bolivia, despertaron en mi ya conmocionada alma emociones y sentimientos encontrados, tras la desazón del derrumbe de un tiempo de utopías, esperanzas y conquistas que sentía estábamos atravesando, hasta aquel nefasto 22 de junio.

Bolivia, su entrañable gente, sus reivindicativas calles, su empoderada sociedad civil, sus dignos representantes políticos populares, sus voces claras acerca de un proyecto de cambio estructural, sus ideales y sueños colectivos, su apuesta por una humanidad en colores, lenguas, modos de vida diferentes y únicos, valiosos, admirables, envidiables por donde se los mire.

La desazón con lo nuestro, no podía más que crecer y una inquietud constante del ¿qué hubiera pasado si…? Y mientras tanto la inspiración me inundaba en un país donde se siente que hay lugar para las ideas, los actores, las diferencias, la palabra, y sobre todo, las decisiones empoderadas. Y a la vez, una participación auténtica pero comprometida –“boicoteadores abstenerse”–, ante la posibilidad de construcción de un presente colectivo en donde no haya tiempo ni espacio para retrógrados de la primera hora, ni traidores de la segunda.

Es difícil no declararse bolivariano luego de transitar por una sociedad que en verdad está soñando con la patria grande para todos y todas, pero sobre todo, la patria justa para los auténticos desheredados. Cuando des-colonización, des-patriarcalización, plurilingüismo, intra e interculturalidad, son palabras que resuenan con sentido, en un contexto tan desigual y alienante como el que caracteriza la realidad latinoamericana, la lucha social se comprende y cobra fuerza. 

Y entre desheredados y herederos parece situarse la cuestión. Las resistencias que a muchos nos tocan, van desde afuera hacia adentro. Más allá de las plazas, los foros, los improvisados medios, la resistencia se libra también y a menudo “en casa”. Casi siempre en las familias, a veces también con quienes sentíamos amigos, desde espacios donde se sigue cargando con la herencia conservadora, excluyente e individualista de otro país que ya no es éste, pero en donde persisten aquellos herederos de una educación homogeneizadora, de una sociedad clasista, discriminatoria y excluyente, de un pensamiento autoritario, a menudo agresivo y disciplinador. No pocos de los que nos preceden, llevan semanas, algunos años instándonos a conformarnos y mantener los privilegios; otros, repiten como argumentos propios la jerga de caudillos de medios –pseudo empresarios patriotas–, defendiendo intereses y negocios, tampoco faltan quienes nos acusan directamente de ingenuidad o deslealtad (como poco).

Para muchos de nosotros y nosotras, parece ser un inevitable tiempo de rupturas, de posicionamientos de principios e ideales, más allá de la sangre y la clase. Es alentador que amigos y amigas, compañeros de uno u otro espacio, se declaren dispuestos a dar esa batalla, a pelear por lo que ya no puede ser, y sobre todo, en esa resistencia que defiende este proceso de cambio que empezó y no parece posible que se detenga. A esos que “nos quieren” y dicen buscar otro Paraguay para nosotros y nosotras, pero a menudo, se resisten a aceptar ese Paraguay diferente que nosotros y nosotras realmente queremos. Hemos atravesado la dolorosa ruptura con lo dado, construido nuestros ideales y nuestros amigos, los que nosotros queremos, los que de verdad nos importan, de los que se nos ha apartado siempre: los indígenas, los campesinos, los niños y niñas sin derechos, las familias sin techo ni comida, las personas con discapacidad sin oportunidades, las mujeres oprimidas y sin voz... todos esos “otros” que son más nuestros que nunca, pero que aquí y ahora en esta sociedad fragmentada que al parecer deberíamos cándidamente convalidar, no tienen lugar.

Así como no tienen lugar las ideas. Y parece que tampoco los idealistas. Como no tienen lugar los sueños y quizás tampoco los soñadores. Y tampoco tienen lugar los que piensan distinto, o quizás –parafraseando a Melíá–, ni siquiera los que piensan. El amiguismo, la politiquería, el patoterismo, la censura, la influencia, la obsecuencia, el servilismo, las etiquetas, la apariencia, esas son cuestiones que nos instan a admitir e imitar. Aquí volvieron los que “mandan”, y los que obedecen; los que entran y los que salen porque parece que nunca debieron tener un lugar; los que excluyen y los excluidos, volvió, sin más, la fractura social en forma de gobierno, con discurso patriota, más propio del Reagan imperialista, que del Francia digno que sabemos existió.

Pero para no hundirnos en la desazón, el desánimo o el cansancio de defender lo único defendible – el derecho a una vida digna de todos y todas–, no podemos ignorar que ésta ruptura, ciertamente agónica, era inevitable, y que cuando algo se rompe, lo nuevo espera del otro lado. Y eso nuevo ya ha surgido, ha tenido poco tiempo pero está ahí, y no lo meteremos ahora bajo la alfombra. Esta cultura del Paraguay para todos y todas, ha impregnado espacios y cuerpos, hay gente que se ha dejado el alma, y aún no saben –o quizás si–, cuanto han conquistado para ese país nuevo que tanto veníamos pidiendo. El germen está ahí, y no hay “cariño” que “por nuestro bien” pueda convencernos de lo contrario. Y ese germen, y sus primeros frutos son los que han sembrado el miedo en esas mentes y cuerpos conservadores, resistentes y reticentes siempre a cualquier idea o persona que ponga en juego las certezas, y los acomodados modos de vivir y convivir con la degradada vida de compatriotas, como si tal cosa fuera natural.

Y es cierto que estamos dolidos, conmovidos, forzados a un tiempo de reivindicación de principios ante quienes no sabíamos que debíamos hacerlo. Pero no queremos más generaciones continuistas, negadoras de derechos, mantenedoras de privilegios de unos pocos, reticentes a la argumentación y el diálogo incluyente, acrítica seguidora de deleznables personajes sociales y/o políticos, que no hacen más que avergonzarnos y degradarnos como sociedad y como humanidad.

Puede que deban admitir que no lo han hecho bien, que éste no es el país que nos merecemos –aunque en esa construcción estábamos–, y que una opción sería replegarse a tiempo y dejarnos, definitivamente, esa oportunidad. ¿Podrán al menos guardarse los panfletos, oírnos de verdad, darnos espacio para ese otro futuro y permitirnos el sueño? Porque hoy, recordaba a los indignados y empatizaba cuando advertían que “si no nos dejan soñar, no les dejaremos dormir”. 

Claudia Talavera Reyes